HISTORIA.
En el
Evangelio encontramos el fundamento de la misión pastoral de la Iglesia:
Cristo, antes de volver al Padre, transmite a Pedro y a los demás Apóstoles la
misión de apacentar a sus ovejas, de instruirlos en su doctrina y de
administrar los sacramentos por El instituidos (v. IGLESIA I, 2). En él
encontramos también el relato de la acción pastoral de Cristo, que constituye
el modelo, el ejemplo y la luz que orientan toda la acción práctica y la obra
escrita de sus discípulos en el ejercicio de la misión recibida. En los Hechos
de los Apóstoles y en las Epístolas escritas por los Apóstoles mismos,
encontramos el testimonio de cómo se preocuparon en transmitir íntegro el
legado del Maestro, enseñando su doctrina según la diversidad de personas a las
que se dirigen en cada caso. Naturalmente, sería ingenuo pensar que la
predicación y la labor de los Apóstoles haya quedado sistematizada en un
tratado; pero es evidente que en sus Epístolas se estructuran de modo neto los
temas centrales de la figura y misión del sacerdote con los distintos fieles,
tal como debe ser siempre en la Iglesia.
Los sucesores de los Apóstoles
realizaron su tarea en los más variados ambientes; y la predicación de la misma
fe y la administración de los mismos sacramentos fue llegando a todos los
ambientes de la tierra. De este esfuerzo por hacer vivir la vida cristiana y
defender a los fieles del error en las más dispares circunstancias, surge un
ejemplo de actividad pastoral, así como numerosos escritos, no sólo con
frecuencia eminentemente pastorales, sino en los que se tratan expresamente
muchas cuestiones de Teología pastoral. Por esa -como se dice en i-
consideramos un error identificar la historia de la T. p. con su historia como
disciplina autónoma. En la exposición que sigue, que comenzaremos con la época
patrística, daremos una visión, obviamente muy somera, de la presencia de lo
pastoral a lo largo de esos siglos; como podrá verse, en ocasiones se trata de
una presencia de temas y preocupaciones pastorales, en otras encontramos ya
verdaderos intentos de sistematización científica.
2. Época patrística. La obra
de los Padres apostólicos está llena de temas pastorales: S. Ignacio de
Antioquía (v.) explica la necesidad de que todos permanezcan unidos a su
obispo, tanto en la doctrina como en materia disciplinar; S. Clemente Romano
(v.) indica de un modo muy didáctico y preciso los deberes morales del
cristiano; el Pastor de Hermas (v.) es particularmente rico en transmitirnos
elementos de la práctica de la Penitencia. En general, se puede decir que la
literatura cristiana de esta época tiende a un ferviente ascetismo, fruto de la
íntima unión a Cristo.
En el s. II son frecuentes las
luchas en el campo teológico: paganismo, judaizantes, gnósticos, montanismo,
etc. Los Padres de este siglo aparecen más bien como defensores de la fe; pero,
en ocasión de esta defensa, salen a relucir en sus obras muchos aspectos de su
labor pastoral. Así, S. Justino (v.) describe las reuniones cristianas en torno
a la Eucaristía y al Bautismo; S. Ireneo (v.) recuerda que la verdadera
enseñanza de la Iglesia es la recibida por tradición ininterrumpida de los
Apóstoles, y que viene impartida por los pastores actuales, etc.
En el s. III se desarrollan
las escuelas catequéticas: Clemente (v.), segundo director de la de Alejandría,
en El Pedagogo presenta al Verbo como educador de las almas, y en sus escritos
está siempre presente el aspecto educativo y moral como momento central de la
enseñanza. Orígenes (v.) -aparte de su personal actividad pastoral: a decir de
su biógrafo, predicaba casi a diario y se conservan más de 200 homilías-, en su
vasta bibliografía, trata de abundantes temas pastorales, aparte de los
fundamentos de una Teología espiritual desarrollada. En las obras de S.
Cipriano (v.) encontramos no tanto un teórico de la doctrina, sino un pastor de
almas cuya principal preocupación es conducir la grey a la práctica de la
virtud: en esa línea se mueven todos sus escritos.
La época llamada de esplendor
patrístico (s. IV y V) marca también un impulso en el estudio de los problemas
de la T. p., que viene fomentado por las numerosas conversiones -tanto en
estratos sociales elevados como en las masas campesinas- y las grandes
controversias trinitarias y cristológicas, que exigieron de los pastores todo
su celo e interés para evitar que se deformara la fe de los fieles. En esta
época adquiere un gran desarrollo, junto a las homilías y los tratados, el
género epistolar: las cartas -personales o circulares- se utilizan para
confirmar en la doctrina, resolver problemas concretos, anunciar alguna
solemnidad, exhortar la práctica de virtudes, etc. Por su importancia destacan
S. Atanasio (v.), los Capadocios (v.), en particular S. Gregorio Nacianceno
(v.) con su De sacerdotiis; S. Ambrosio (v.) con su De officciis ministrorum,
S. Juan Crisóstomo (v.) con el De sacerdotüs y S. Agustín (v.) con diversas
obras (baste citar el De doctrina cristiana, De moribus clericorum, De
catechizandis rudibus, etc.).
El fin de la patrística está
dominado por los nombres de S. León Magno (v.), S. Juan Damasceno (v.) y,
especialmente, S. Gregorio Magno (v.), que en medio de una intensa actividad
pastoral escribió uno de los primeros libros dedicados exclusivamente al
ejercicio de la actividad pastoral: el Liber regulae pastoralis, donde pone de
relieve la dignidad y género de vida propios de los pastores, e indica las
reglas de predicación y dirección que deben tenerse presentes según las
peculiares condiciones de los fieles.
3. Edad Media. En esta época,
los grandes continuadores de los Padres, al intentar una sistematización de la
enseñanza cristiana, no dejaron fuera el aspecto pastoral. Para no recargar la
exposición, nos referiremos sólo a tres nombres clave: S. Bernardo, S.
Buenaventura y S. Tomás de Aquino.
La mayor parte de la obra de
S. Bernardo (v.) la constituyen sus Sermones, de los que se conservan más de
330, siendo un modelo de predicación; también escribió más de 500 cartas sobre
temas disciplinares, teológicos, ascéticos, deberes de los fieles, etc. Es
justo destacar el opúsculo De officüs episcoporum y el De consideratione. Es un
místico que se apoya en un sólido ascetismo; preocupado por conducir las almas
a Dios, insiste en la necesidad de progresar continuamente en la perfección
(v.), a la que están llamadas todas las almas.
Aunque su bibliografía
oratoria -conferencias y sermones- es extensa, S. Buenaventura (v.) es de una
tendencia menos práctica que S. Bernardo; sin embargo, supo dar a toda la obra
teológica una impronta espiritual o mística, ya que para él la primera
finalidad de la Teología era la mejora personal en el camino de la santidad.
Entre sus obras merece citarse el De regimine animae. Summa confesionalis.
Como en los otros campos de la
Teología, S. Tomás (v.) representa un momento cumbre que siempre tiene
actualidad; entre sus enseñanzas recordemos sus afirmaciones sobre la necesidad
de que la predicación sea reflejo de la contemplación y oración personales
(«contemplata aliis tradere»). No faltan, por lo demás, entre sus obras algunas
escritas con una finalidad pastoral: atajar algún error, ilustrar algún punto
de doctrina, etc.; mencionemos sus comentarios a los Diez Mandamientos, Ave
María, Pater Noster y Credo.
El nacimiento de escuelas
teológicas contrapuestas, el voluntarismo y el nominalismo, marcan una cierta
decadencia en los estudios en los s. XIV y XV: en lugar de los problemas
básicos de la Teología, el interés se centra en las opiniones de escuela; los estudios
fundamentados en la Revelación dan paso a recetarios prácticos con poca o
ninguna hondura teológica; se produce una cierta laguna en la formación
sacerdotal, que repercute sobre la que reciben los fieles.
4. Edad Moderna. La reacción
católica contra la decadencia del Bajo Medievo y la herejía protestante se hace
particularmente importante en el Conc. de Trento (v.). Además de las
definiciones dogmáticas, se emanaron decretos disciplinarios sobre enseñanza de
la doctrina, deberes y derechos de los obispos y sacerdotes, creación de
seminarios, revisión del Misal y Breviario, etc. La preocupación por una
enseñanza adecuada de la fe culmina con la publicación del Catecismo romano por
S. Pío V (v.) en 1566, que aparte de un resumen hondo y fundamentado de la
catequesis cristiana, es, por las instrucciones que da y por su orientación
misma, un tratado de los deberes del pastor de almas en lo que se refiere a la
predicación catequística. En los años posteriores a la reforma tridentina
encontramos una serie de pastores -S. Carlos Borromeo (v.), S. Juan de Ribera
(v.), S. Tomás de Villanueva (v.), etc- que encarnan la figura del obispo tal y
como el Concilio la había delineado y que han constituido un modelo para los
siglos posteriores. Deben ser también mencionados, por su hondo influjo en la
praxis pastoral, S. Ignacio de Loyola (v.), S. Juan de Ávila (v.), S. Pedro
Canisio (v.) y, ya en una época algo posterior, S. Francisco de Sales (v.).
En los s. XVII y XVIII se
observa un importante y siempre más vivo esfuerzo pastoral: las misiones (v.)
se multiplican con renovado fervor, se fundan nuevas órdenes y congregaciones
religiosas con objeto de atender necesidades específicas, y proliferan los
devocionarios y libros de oración. Destaca S. Alfonso M. de Ligorio (v.) con su
Homo apostolicus. Pero a la vez se infiltran desviaciones como el jansenismo
(v.), el cesaropapismo (v. GALICANISMO; JOSEFINISMO) y el racionalismo (v.). Es
en este contexto -tránsito del s. XVIII al s. XIX- en el que nace la disciplina
de la T. p., como materia a se; puede fijarse la fecha: 3 oct. 1774, por un
decreto de la emperatriz María Teresa de Austria (v.); empezó a enseñarse en
1777.
A pesar de los límites que
tenía ese intento, tuvo gran eco, y a partir de esa fecha vemos multiplicarse
los manuales de Teología pastoral. Uno de los primeros que se escriben en
España es el titulado Instituciones de Teología pastoral (Madrid 1805), del
agustino Lorenzo Antonio Marín. Entre otros muchos que sería prolijo mencionar,
citemos el Manuale pratico del parocho novello (Novara 1863) de G. Frassinetti,
el Tesoro del sacerdote (Barcelona 1861) del jesuita J. Bach, los Apuntes para
el régimen de la diócesis de S. Antonio María Claret (v.), etc. Paralelamente
encontramos el intento de los autores de la escuela de Tubinga (v.), sobre cuyo
sentido y límites ya nos hemos pronunciado al exponer antes la finalidad y
objeto de esta disciplina (v. I, 2); las obras más importantes en esa línea
fueron: J. M. Sailer, Vorlesungen aus der Pastoraltheologie (3 vol., 1788-89);
A. Graf, Kritischen Darstellung des gegenwárigen Zustands der praktischen
Theologie (1841); J. Amberger, Pastoraltheologie (3 vol., 1850-57).
Por otra parte, los diversos
intentos de revitalización de la escolástica, y especialmente la vuelta a S.
Tomás, con todo lo que eso suponía de recuperación de una visión unitaria del
saber teológico, produjo frutos también en este campo; debe ser citado sobre
todo el profesor de Friburgo A. StoIz con su Kalendar f ür Zeit und Ewigkeit
(1858-84). En el terreno de la práctica pastoral tiene especial relieve S. Juan
María B. Vianney (v.), cuya vida y labor han quedado como modelo de la
actividad sacerdotal (cfr. Juan XXIII, Enc. Sacerdotii nostri primordía, 1 ag.
1963).
5. Epoca actual. La vasta
acción de los Pontífices posteriores al Conc. Vaticano I encaminada a vitalizar
la formación y la acción pastoral -baste recordar de modo particular a S. Pío X
(v.)- culmina con la entrada en vigor del Código de Derecho Canónico en 1918,
que recoge y sistematiza la legislación anterior sobre los deberes pastorales
de los obispos, sacerdotes, etc., y establece que en los Seminarios (v.) se
imparta la enseñanza de la T. p. «con ejercicios prácticos especialmente sobre
la manera de enseñar el catecismo a los niños o a otros, de oír confesiones, de
visitar a los enfermos y de asistir a los moribundos» (CIC, can. 1.365). La
Const. Deus Scientiarum Dominus (1931) da ulterior vigor a esas enseñanzas.
Posteriormente otros documentos pontificios recalcan el deber del estudio de la
T. p.: cfr. p. ej., la Const. Sedes sapientiae (1956), la creación del
Instituto Pontificio Pastoral por la Const. Ad uberrima (1958), etc. Esta
acción del Espíritu Santo en promover nuevos caminos de santidad y acercamiento
a Dios ha cristalizado en los documentos del reciente Conc. Vaticano II (v.):
sabido es que ha querido ser un concilio eminentemente pastoral, cosa que por
otra parte se puede deducir del tenor de sus documentos. Resta ahora, como
sucedió después de Trento y del Vaticano I, un serio esfuerzo para que la
doctrina de la fe conserve su plenitud de sentido, de forma que llegue al
espíritu y al corazón de todos los hombres a quienes va dirigida (cfr. Paulo'
VI, Ex. Ap. Quinque ¡am anni, dirigida a los obispos con ocasión del 5°
aniversario de la clausura del Conc. Vaticano II, 8 dic. 1970: AAS 63, 1971,
97-106).
En el terreno de la
elaboración científica encontramos continuadores de las diversas tendencias ya
señaladas en el s. XIX, con intentos por desgracia no siempre acertados. Tal
es, a nuestro juicio, p. ej., el de H. Schuster (formado en la escuela de K.
Rahner, v., y uno de los principales colaboradores del Handbuch der
Pastoraltheologie, 5 vol., Friburgo 1964 ss.), que, insistiendo en la
referencia a la praxis concreta que es consustancial a la T. p., acaba en
realidad subordinándola a la actualidad inmediata y, por tanto, a los estudios
de tipo sociocultural. No es por esa línea, a nuestro parecer, como puede venir
un crecimiento de la T. p., sino más bien por el de una profundización en la
doctrina revelada, de modo que el anuncio de la salvación se realice «no con
palabras persuasivas de humana sabiduría» (1 Cor 2,4), sino con «la palabra de
Dios que es viva y eficaz, y más penetrante que espada de dos filos» (Heb
4,12). V. t.: IGLESIA III, 6; PASTORAL, ACTIVIDAD.
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